Snow Town
En esta ocasión traigo algo distinto a lo que acostumbro publicar por aquí. En lugar de alguna reflexión u opinión sobre algo hoy dejaré un breve texto de ficción que escribí hace unos días. Me gusta escribir y tengo muchas ideas que me interesan y poca perseverancia y fuerza de voluntad para continuarlas, así que he pensado que si voy publicando algunas por aquí puede que me anime más a escribir. Aquí va una. Es un relato breve, sin continuación, pero es probable que publique en otras ocasiones algunos textos de ficción que sí deben ser continuados para motivarme a seguir escribiéndolos.
Cualquier opinión sobre el texto es, como siempre, bienvenida:
Snow Town
Me dejo caer por las laberínticas calles de esta ciudad dándole un nuevo nombre pero nadie parece darse cuenta. Millones de cabezas se mueven en millones de direcciones. No solo físicamente. El turista alemán que va hacia Mulberry Street tiene su cabeza en los sitios que visitará después, el ejecutivo de Wall Street se encamina mentalmente al deli restaurant de Broadway donde comerá dentro de un par de horas como cada martes, y el chino de Dogers Street tiene toda la semana planeada sin necesidad de lápiz y papel. Como ellos yo también voy en todas direcciones, movido por el viento, amontonándome en los recovecos de las aceras, en las superficies de los bancos y las cabinas de teléfono, y sobre los coches aparcados.
Me precipito sobre la cabeza despoblada de pelo, aunque bien amueblada de un señor chino que acaba de salir de su apartamento en Elizabeth Street. Al notarme, se lleva la mano hasta mí y me deshace con una sola pasada. Desde otro lugar veo cómo el hombre se mira la mano y acto seguido mira al cielo gris del que provengo en esta fría mañana de enero. Sus ojos son viejos pero su mirada es nueva. Parece que se alegra de verme, algo poco habitual por aquí. En ese momento echa andar y yo le sigo. Saluda a algunos vecinos, todos chinos, con una amable sonrisa y elegantes gestos con las manos. Cuando llega al cruce con Canal, tuerce en dirección oeste pasando cerca de un vendedor de relojes falsos que intenta engatusar a un turista un poco assutado porque no entiende lo que le dice. El hombre al que sigo camina sin detenerse, con paso firme y con un destino claro. Cuando entra en Mott Street, veo cómo algunos niños le saludan afectivamente, cómo la madre de ellos le dedica una mirada de reproche cuando él les da unos caramelos, pero no es una mirada real, en realidad se alegra de que lo haga, y él le dedica una sonrisa a todos ellos. Parece un ritual, algo que hagan siempre o casi siempre, pero al hombre le gusta, casi se podría decir que se levanta por las mañanas para hacer todas estas cosas. Me alegro de volver a la ciudad.
Mientras piso cabezas y me pisan pies, atestiguo la variable igualdad del día a día. Cada mañana es idéntica a la anterior en todos los aspectos, una copia perfecta que pasaría desapercibida a cualquier ojo, ya sea experto o aficionado, y sin embargo no pueden ser más diferentes. El vendedor de pescado de Mott Street tiene los mismos ojos tristes que ayer, y la misma mirada cansada que tendrá mañana; sus manos, encallecidas y duras, atrapan en un cubo con agua algún tipo de pescado exótico, difícil de encontrar en otra parte de la ciudad, y sin atisbo de duda, como si de un robot programado para realizar la acción, le raja el vientre dejando caer vísceras y sangre, lo pasa a otra superficie y lo trocea rápidamente. La clienta que ha accionado ese mecanismo en el venededor es una asiática de tantos años como arrugas hay en su rostro; ella observa cómo el vendedor lleva a cabo la acción con una mirada inquisitiva, como si estuviera examinándole y valorando lo que hace bien y lo que hace mal para ponerle una cualificación después. Sin embargo, aunque sus ojos siguen las manos del vendedor, su mirada no está en Mott Street, ni en el pescado exótico, ni en las manos encallecidas del vendedor, sino en otra parte, algún lugar en el que nunca he estado y en el que nunca estaré. Para ella y para él, conocidos de muchos años, la interacción que están llevando a cabo es tan fría y obvia como el agua en el que descansaba el pez hasta que le ha tocado la lotería de ser sacrificado. Y si el pez desconoce que está en un entorno como el agua, la mujer y el vendedor ignoran qué hay más allá de sus acciones inmediatas, las que llevan a cabo y en el momento en el que las llevan a cabo. Su interacción con el medio se limita a lo que sus manos tocan y a lo que sus ojos ven, y la monotoneidad tiende a hacer cortas de miras a la gente.
En ese momento caigo en un niño que corre por la calle Mott, justo detrás de la asiática que compra el pescado, y al pasar por un charco salpica ligeramente las piernas de la mujer, sacándola de su trance y haciendo que lance algún tipo de maldición en un chino que poco tiene que ver con el chino que hablaron sus padres, y sus abuelos, y sus tatarabuelos. Un chino mezclado, fruto de la endogamia lingüística de la mayor comunidad china fuera de China, que se ha conservado como un tesoro en el fondo del mar, fuera de lugar completamente y sobreviviendo al paso del tiempo en un entorno hostil. Y a pesar de todo, sigue sonando a chino ininteligible para los que no lo hablan. El niño ignora a la mujer, y yo con él, dedico mi mirada a otras historias.
Me amontono en la unión entre acera y edificio en un callejón oscuro del cuyas alcantarillas sale vapor de agua en forma de humo blanco. Una gran y pesada puerta se abre dejando esacapar luz y calor del interior del local. Por el ruido de platos chocando, hombres gritando y planchas planchando sé que se trata de un restaurante. Un chino, con un delantal manchado de tantos colores que parece un pintor, arremangado hasta los codos y con cara de cabreo, apoya su corpulento cuerpo sobre el marco de la puerta, se enciende un cigarrillo y comienza a fumárselo mientras dirige su mirada hacia la entrada del callejón, por donde en ese instante pasa el niño corriendo. Aunque lo ve, de nuevo no le mira. Piensa en muchísimas cosas, y ninguna está delante de él, ni tampoco detrás. Veo cómo el humo de su cigarrillo se une al humo de la alcantarilla y ambos suben mientras yo bajo. Los tres blancos. Formamos una especie de danza. A veces entramos en una pequeña corriente de aire y nos movemos en la misma dirección.
El sonido de las sirenas de policía y ambulancia hacen que el cerebro del cocinero le devuelva a la realidad, y como si no se hubiera dado cuenta hasta entonces, empieza a tener frío y la piel de los brazos al desnudo se le eriza y se le pone de gallina. Entonces, coge el cigarrillo, lo observa con melancolía, quizá recordando alguna tarde en los muelles de Manhattan, paseando junto con su mujer y su hijo mientras se fumaba un cigarrillo de la misma marca y del mismo sabor. Puedo adivinar que piensa lo mismo que yo. El mismo cigarrillo, la misma sensación, el mismo sabor, pero no tiene nada que ver, igual que este día, esta gris mañana y este intenso frío son iguales a los de todas las mañanas del congelador que son todos los eneros para Nueva York, y sin embargo todos son únicos e inigualables. Cuando el cigarrillo se ha consumido en sus dedos casi hasta la totalidad, el cocinero lo lanza con su dedo corazón, se da media vuelta y cierra la puerta tras de sí volviendo al cálido y reconfortante ambiente de su rutina cambiante de cada día. La misma de siempre, pero extrañamente inigualable.
Con la puerta cerrada, el callejón vuelve a ser oscuro y frío, y lo único que se ilumina es el cigarrillo apagándose lentamente en el suelo. Su vida útil ha llegado a su fin y se prepara para morir. Una rata sale desde detrás de un cubo de basura con el pelaje mojado. También he caído sobre ella, y debería resguardarse si no quiere morir, pero tiene hambre, lo noto. Se acerca al cigarrillo y tras olfatearlo lo desecha y vuelve al cubo para buscar alimento. En ese momento comprendo que el día a día del cocinero, siempre diferente y siempre el mismo, es lo que proporiciona un día a día a la rata, para la cual no hay ni diferencia ni igualdad en su vida, solo hay ahora.
Empiezo a caer con más fuerza y acabo enterrando el cigarrillo en mi manto blanco, apagándolo y escondiéndolo. Limpiaré la ciudad durante unas horas, hasta que la ciudad, de nuevo, me ensucie a mí y me haga volverme gris, negra o de cualquier color con las pisadas de botas y ruedas. Si caigo con fuerza me apartarán con camiones de las carreteras y con palas de las aceras, y así contribuyo a cambiar la rutina diaria de la ciudad, aunque nunca pueda impedirla del todo. Esta ciudad está hecha para mí, y yo estoy hecha para esta ciudad.
Comentarios
Publicar un comentario